Historia de la Chacra de los Figueroa en Palermo
Corría el año 1840 cuando Antonio Figueroa y Andrea Navarro, una pareja canaria, desembarcaban en Buenos Aires. Siguiendo la huella de otros compatriotas, los recién llegados comenzaron a construir su vida en estas tierras y, en 1842, adquirieron una vasta extensión en lo que hoy se conoce como Palermo. El terreno, un cuadrilátero irregular, se extendía desde la calle Charcas hasta lo que luego sería la calle Paraguay, ocupando un área donde ahora se ubica la plaza Güemes. Los Figueroa convirtieron la propiedad en una chacra, donde se cultivaban frutas y verduras, dando inicio a una pequeña economía familiar.
Durante los años, la familia fue creciendo. Los hijos de Figueroa, todos bautizados en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, eran el reflejo de una época en la que el trabajo y el esfuerzo eran el pan de cada día. Antonio Figueroa, que siempre se definió como labrador, falleció a los 77 años, en 1881. El legado familiar, lejos de disolverse, se consolidó cuando su viuda y sus hijos tramitaron la sucesión del predio en un juicio en el cual participaron todos los herederos.
Un Legado Generoso: La Capilla de Guadalupe
Andrea Navarro, conocida por su piedad y generosidad, donó parte del terreno para levantar una capilla en honor a la Virgen de Guadalupe. Este templo, inaugurado el 29 de marzo de 1891, pronto se convirtió en un símbolo de la comunidad y fue bendecido por el arzobispo León Federico Aneiros. Con su imagen de Guadalupe tallada en bulto, la iglesia se volvió un espacio de devoción y encuentro para los vecinos de Palermo.
El Tiempo y la Transformación Urbana
La tierra de los Figueroa no solo dio lugar a cultivos y a la espiritualidad barrial, sino que también marcó el desarrollo urbanístico. A medida que el barrio fue creciendo, se trazaron nuevas calles, entre ellas Aráoz y Julián Álvarez. Las parcelas fueron redefinidas, y el predio que antes era una gran chacra fue dividido en pequeños lotes. De la vieja chacra hoy no queda rastro, salvo el templo de Guadalupe, que aún se alza como testimonio de una época.
La memoria de los Figueroa, su historia de esfuerzo y generosidad, parece esperar su homenaje en una placa de bronce junto a la capilla. Y aunque ya no queda nada físico de su chacra, el recuerdo de esta familia canaria y su contribución al desarrollo de Palermo sigue siendo parte de la identidad del barrio.
La capilla de Guadalupe
Ya en posesión plena de sus bienes la viuda de Figueroa tuvo una gran piedad y generosidad, las que la movieron a donar al Arzobispado de Buenos Aires una parte de su propiedad –unas 2.000 varas cuadradas– y erigir en ella una capilla. Es la que aún se mantiene en pie en la calle Gral. Lucio Norberto Mansilla entre las de Julián Álvarez y Medrano. El templo, puesto bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, fue inaugurado el domingo 29 de marzo de 1891 y bendecido por el arzobispo León Federico Aneiros, quien pronunció palabras alusivas al acto y a la donante. La concurrencia de vecinos fue numerosa –lo dice el diario La Prensa en su edición del 31 siguiente– y en la ocasión brindó el marco musical un coro, con acompañamiento de piano y dos bandas militares. El 30 se ofició la primera misa.
¿Por qué se puso el templo, de una sola nave y decorado con sencillez, bajo la advocación guadalupana? ¿Y por qué se la representó con una imagen de bulto, similar a la venerada en España, y no con la pintada en una tela como es propio de la mexicana? No lo hemos logrado averiguar, pero nos animamos a repetir una versión que escuchamos en nuestra adolescencia a antiguos vecinos: junto a la propiedad de doña Andrea existía una hondonada que, al acumular agua de lluvia caída o proveniente de arroyuelos cercanos, tomaba la apariencia de una laguna, a la que algunos nativos de Santa Fe que trabajaban en la zona llamaban Guadalupe porque les recordaba a la de igual nombre existente en su provincia. Si la versión no es cierta no deja de ser verosímil.
En 1894, por decisión de monseñor Aneiros, se hicieron cargo de la atención del culto en la capilla dos sacerdotes de la Sociedad del Verbo Divino, fundada en 1875 por San Arnoldo Janssen en Steyl, pequeña población de Holanda. Los dos verbitas, llegados poco antes al país, se alojaron en unas modestas habitaciones anejas al templo.
La buena señora de Figueroa decidió ampliar su donación con una fracción de terreno situada detrás de la capilla, de 10 m por 21 m, lo que se concretó el 21 de enero de 1895 por escritura pública hecha ante el notario Juan González Cané. Coincidió el día de donación con la realización en el templo del primer casamiento. Enseguida, los verbitas ampliaron su precaria vivienda e instalaron una imprenta enviada desde Europa por Janssen. Al año siguiente, atendiendo gestiones del vecindario encabezado por el general Dónovan, se creó la viceparroquia de Guadalupe, desprendida de la del Pilar, y el 2 de noviembre de ese 1896 se dotó de pila bautismal al templo.
Más tierra para los verbitas
Y llegó 1897, año del gran desprendimiento de doña Andrea y de adquisición de tierras para los verbitas. La viuda les vendió un terreno frontero a la capilla, o sea hasta la esquina de General Mansilla y Julián Álvarez, que se prolongaba largamente por esta. Allí comenzaría a funcionar en 1903 el Colegio Guadalupe y hoy funciona una librería que si no fue la primera del barrio, es la más antigua que subsiste. Pero la gran venta fue la de la fracción que hoy está entre las calles Medrano, Paraguay, Julián Álvarez y Mansilla, donde desde 1907 existe esa joya arquitectónica que es la basílica del Espíritu Santo y el amplio edificio del Colegio Guadalupe, allí trasladado en la década de 1920.
Hoy nada queda de lo que fue la chacra de los Figueroa, una familia canaria, seguramente buena, trabajadora y generosa. Quizá debería narrar sintéticamente esta historia una placa de bronce colocada junto a la entrada de la ya más que centenaria capilla de Guadalupe. Lo merecería la memoria de doña Andrea Navarro de Figueroa, quien si no sabía firmar, sabía, sí, vivir los preceptos evangélicos.
El pasaje Del Signo
Es uno de los muchos pasajes que existen en Palermo. Va de Este a Oeste y sólo tiene una cuadra de extensión, yendo en su numeración del 4001 al 4100, desde Jerónimo Salguero 1652 a Medrano 1701, con código postal 1425.
Elisa Casella de Calderón, quien en 1982 lo recorrió y describió, lo calificó de “íntimo” por su escasa anchura, que otrora hacía dificultoso el paso de grandes carros, diciendo sobre su origen que bien pudo ser parte de un brazo de agua que llegaba hasta la laguna cercana –que en el siglo XIX se formaba por lluvia en la hondonada que, rellenada en gran parte, hoy corresponde a la plaza Güemes– o el resto de un camino interior de una de las muchas quintas que por allí había.
En antiguos planos figura con el nombre de las calles que lo flanquean, Paraguay y Soler. El que ahora ostenta, Del Signo, le fue dado por Ordenanza Municipal en 1893, denominación que para algunos vecinos de imaginación frondosa tenía algo de misteriosa, siendo muchos –así lo escuchamos decir seis décadas atrás– los que lo atribuían a un supuesto dibujo o jeroglífico de carácter maléfico que alguna vez habría existido por allí, aunque nadie aseguraba haberlo visto ni de lejos. En realidad, recordaba a Norberto Javier del Signo, un abogado cordobés que se plegó a la Revolución de Mayo y, siendo asesor del gobierno de Salta, se incorporó como auditor al ejército enviado desde Buenos Aires a las provincias norteñas o “de arriba”, lo que lo llevó a asistir a choques bélicos, como Cotagaita, Suipacha, Huaqui y la primera Sipe-Sipe. Su nombre se mencionó cuando hubo que reemplazar al Director Supremo Posadas y al tener que designarse en Córdoba diputados al Congreso de Tucumán, pero en ningún caso fue elegido. Vivió entre 1777 y 1817.
Desde las últimas décadas del siglo XX, el pasaje Del Signo es atractivo por la calidad de sus edificios, algunos de propiedad horizontal y de construcción relativamente reciente. De día llama la atención por la tranquilidad ambiental y por la noche ostenta un aspecto agradable por la buena iluminación pública y privada que posee. Pero no era todo así en la década de 1940 porque allí se mezclaban con buenas y trabajadoras familias ciertos individuos de dudosa traza y pocas pulgas, a los que los díceres del vecindario vinculaban con el juego clandestino, la oferta carnal y otras lindezas. Quizá hubiera algo o mucho de exagerado en esto, pero el rumor corría. A tal punto era así que algunos lo consideraban de paso peligroso, especialmente cuando se marchaba el Sol, en esas horas en que se exhibía lóbrego porque siempre había alguien dispuesto para lapidar las lamparillas eléctricas que “cada muerte de obispo” (dicho bien válido por entonces porque no abundaban los prelados en el país) colocaba la administración municipal. Hasta se afirmaba que el cartero y las celadoras del Coro de Ángeles parroquial preferían no correr el riesgo de ingresar al pasaje. Aquél y éstas dejaban cartas e invitaciones en una panadería que estaba en la intersección con Medrano, cuya dueña –¿se llamaba María Quindimil?– las entregaba a sus destinatarios cuando llegaban al mostrador para hacer alguna compra.
El final de un largo juicio sucesorio y la derogación de la Ley de Alquileres contribuyeron a cambiar para su bien a Del Signo, hoy hermoso rincón que dejó en el olvido leyendas y temores.
El mercado Güemes
Juan Antonio Buschiazzo –el gran arquitecto predilecto del intendente Torcuato de Alvear– fue el autor de los planos de tres mercados porteños erigidos en la década de 1890. Uno de ellos recibió el nombre de Güemes y subsistió casi cuarenta años.
Fue edificado a todo lo largo de la acera impar de la calle Salguero (así llamada desde 1882, para después anteponerle Jerónimo), entre las de Güemes –nombre dado en 1873– y Charcas, que lo ostentaba desde 1822. Con frente a la calle se levantaron locales destinados a distintos ramos comerciales, cabiendo recordar entre otros a la casa Sibilla, proveedora de pastas caseras, la que más adelante se trasladaría a la calle Canning (hoy Scalabrini Ortiz), entre Charcas y General Lucio Norberto Mansilla. En el interior del edificio se instalaron carnicerías, verdulerías, pescaderías y otros puestos, todos vinculados con la mesa familiar.
A fines de la década de 1930 se fueron marchando los inquilinos de los locales y los puesteros. La propiedad había sido adquirida, según se dijo, por una entidad cultural alemana para levantar allí un colegio. Al iniciarse en 1939 la Segunda Guerra Mundial, el proyecto quedó postergado y al declarar la Argentina que se incorporaba a la lucha contra Alemania y Japón, el terreno pasó al Estado Nacional, como ocurrió con todas las propiedades germanas, oficiales o privadas. Ya rendida Alemania y mientras se resolvía qué hacer con los bienes confiscados, el predio fue transitoriamente cedido al Hogar Policial de la Seccional 21ª, que construyó allí un complejo deportivo, donde los niños y adolescentes del barrio practicaban fútbol y otros deportes, sin faltar las canchas de bochas para los mayores. Pasado el tiempo y resuelto el asunto comúnmente llamado “de la propiedad enemiga”, el vasto terreno fue parcelado y pronto se edificaron viviendas y locales comerciales.
Pasado el tiempo, los nuevos vecinos se preguntaban qué significado tenía el desvío de una corta curva tranviaria que llegaba hasta lo que en otros tiempos había sido la entrada del mercado. Los antiguos residentes sabían explicarlo: diariamente, por la vía principal, que recorría la línea de tranvías 73, llegaban zorras que, valiéndose del desvío, ingresaban al mercado para repartir entre los puesteros carne, frutas, verduras y otros productos. Ahora, el primitivo empedrado, las vías y el desvío –ambos de un acero de gran calidad– están cubiertos por el asfalto.
El mercado estaba unido, pared medianera de por medio, a una cancha de pelota existente en la calle Güemes desde fines del siglo XIX, según testimonia Ricardo M. Llanes. Se supone que puesteros y peones del mercado –especialmente los de origen vasco– concurrían al frontón para lanzar pelotas o presenciar cómo lo hacían otros, en uno y otro caso con apuestas por dinero, como era de práctica.
A lo largo de la acera enfrentada al mercado existían varias fondas –reñidas con la higiene como era propio de la época–, cafés y almacenes con despacho de bebidas, todos lugares propicios para el juego de naipes y, por qué no, para reyertas coronadas con una certera puñalada, aunque a veces los enfrentamientos armados solían tener por escenario la vecina plaza, obviamente también llamada Güemes, “la placita” como se la llamaba por su menor extensión, que no llegaba a los 4.500 m2.
Dos nombres hay que rescatar de la historia lugareña por su vinculación con el mercado. El primero corresponde a Evaristo Carriego, quien vivía a poca distancia, en una pequeña casa sita en Honduras 3784. Él compartía la poesía con el periodismo –éste era su muy modesto medio de vida–, amén de llevar las cuentas de algunos comerciantes del mercado, lo que agregaba unos pesos a los pocos que por entonces percibían los hombres de prensa o, por lo menos, un buen almuerzo servido en esta o aquella fonda. La frecuentación del lugar lo llevó a conocer a Nicanor Paredes, quien allí era tenido por hombre hábil para la guitarra, el naipe y el cuchillo, amén de ser “el puntero” electoral que tenían los caudillos conservadores de la ciudad en la circunscripción 18 “General Las Heras”. Él se encargaba de acopiar libretas de enrolamiento y “organizar” las votaciones.
Carriego, asiduo concurrente al Hipódromo Argentino, al volver camino de su casa solía visitar a don Jorge Guillermo Borges, vecino palermitano desde 1901 –vivía en Serrano 2135–, a quien además de informarle, para bien o mal de ambos, el resultado de las pruebas hípicas del día, le relataba sus vivencias del mundillo del mercado Güemes y de sus personajes más notorios, malevos, cuchilleros y payadores, figurando siempre en primer lugar don Nicanor Paredes. Historias todas éstas que eran escuchadas por un chiquilín, hijo del dueño de casa, Jorge Luis Borges, que las grababa en su prodigiosa memoria y les daría nueva vida años después en sus prosas y poesías.
Discepolín vivió en Palermo
Enrique Santos Discépolo, “Discepolín”, ya huérfano de padre y madre, pasó en su infancia de Balvanera, su barrio natal, a Palermo, donde quedó al cuidado de su tía Carmen, exigente al máximo en la educación del niño.
Durante dos años, Enrique fue alumno del Colegio Guadalupe, fundado en 1903 por los sacerdotes de la Congregación del Verbo Divino en su modesta residencia de General Lucio Norberto Mansilla y Julián Álvarez. Dos años estudió allí, siendo alumno de un maestro famoso por su severidad, el Hermano Eduardo Quirín, antiguo militar prusiano. Se contó entre los estudiantes que obtenían calificaciones por encima de la media propia de la mayoría de los cursantes.
El recuerdo de “Discepolín” no se perdió en el Colegio Guadalupe, quizá por la impresión favorable que el niño había causado al severo maestro. Si se recorre un anuario escolar guadalupano publicado en 1920, se encontrará su foto, de perfil juvenil, acompañada por su nombre y esta leyenda: “Ex alumno que se destaca en el teatro nacional”.
Los últimos fieles a la monarquía saboyana
Casi en las primeras décadas del siglo pasado, el barrio porteño de Palermo se constituyó, para los inmigrantes italianos que se habían ido afincando en la ciudad, en centro de devoción por dos santos muy caros para ellos. San Antonio de Padua y San Roque de Montpellier. Uno y otro habían sido escogidos como vicepatronos de la flamante parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe por el primer cura, el padre Antonio Ernst, un alemán hábil para reunir a los fieles en torno del altar.
Año tras año, las respectivas procesiones callejeras –encabezadas por banderas argentinas e italianas– encolumnaban a varios miles de peninsulares, en su mayoría napolitanos, calabreses y sicilianos, que llegaban procedentes de todos los barrios y aún de los pueblos vecinos. Para el 13 de junio convocaba la Pía Unión de San Antonio y para el 16 de agosto, la Confraternidad de San Roque. Una y otra se disputaban las preferencias de los fieles con bandas de música, fuegos artificiales y exhibiciones cinematográficas. Y frente a la iglesia parroquial del Espíritu Santo, ahora basílica, tomaban ubicación los quioscos de quita y pon que ofrecían desde estampas hasta rosquillas, pasando por imágenes de yeso, velas y panes bendecidos.
Y llegó 1946. Al comenzar junio, por obra de un referéndum harto discutido en sus guarismos, quedaba extinguida en Italia la monarquía saboyana y se marchaba al exilio Humberto II, el último rey. La proximidad de fechas hizo que el suceso no repercutiera mayormente sobre los devotos de San Antonio. Pero como agosto estaba más alejado, resultó inevitable que surgiera el debate en torno de la bandera italiana que desde antiguo encabezaba la procesión. Bandera de la que ahora habíase eliminado el escudo de la depuesta Casa de Saboya.
Para tratar el tema se reunió la comisión directiva de la Confraternidad. En un ambiente un tanto agitado, opinaron desde don Egidio hasta don José. Finalmente, se tomó la gran decisión. En virtud de ésta, el 15 de agosto la procesión marchó como siempre por las calles con las dos enseñas, la argentina y la italiana. Pero ésta avanzó “completa”, con el escudo saboyano, como los inmigrantes la habían conocido en la tierra natal, cambios políticos recientes aparte.
Fue ésa, quizá, la última expresión de fidelidad a una monarquía cuya extinción había sido profetizada por Don Bosco muchos años atrás.
Así, en el porteño barrio de Palermo se escribió una página digna de figurar en el “Don Camilo”, de Guareschi.