Historia de la Chacra de los Figueroa en Palermo

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Historia de la Chacra de los Figueroa en Palermo

Corría el año 1840 cuando Antonio Figueroa y Andrea Navarro, una pareja canaria, desembarcaban en Buenos Aires. Siguiendo la huella de otros compatriotas, los recién llegados comenzaron a construir su vida en estas tierras y, en 1842, adquirieron una vasta extensión en lo que hoy se conoce como Palermo. El terreno, un cuadrilátero irregular, se extendía desde la calle Charcas hasta lo que luego sería la calle Paraguay, ocupando un área donde ahora se ubica la plaza Güemes. Los Figueroa convirtieron la propiedad en una chacra, donde se cultivaban frutas y verduras, dando inicio a una pequeña economía familiar.

Durante los años, la familia fue creciendo. Los hijos de Figueroa, todos bautizados en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, eran el reflejo de una época en la que el trabajo y el esfuerzo eran el pan de cada día. Antonio Figueroa, que siempre se definió como labrador, falleció a los 77 años, en 1881. El legado familiar, lejos de disolverse, se consolidó cuando su viuda y sus hijos tramitaron la sucesión del predio en un juicio en el cual participaron todos los herederos.

Un Legado Generoso: La Capilla de Guadalupe

Andrea Navarro, conocida por su piedad y generosidad, donó parte del terreno para levantar una capilla en honor a la Virgen de Guadalupe. Este templo, inaugurado el 29 de marzo de 1891, pronto se convirtió en un símbolo de la comunidad y fue bendecido por el arzobispo León Federico Aneiros. Con su imagen de Guadalupe tallada en bulto, la iglesia se volvió un espacio de devoción y encuentro para los vecinos de Palermo.

El Tiempo y la Transformación Urbana

La tierra de los Figueroa no solo dio lugar a cultivos y a la espiritualidad barrial, sino que también marcó el desarrollo urbanístico. A medida que el barrio fue creciendo, se trazaron nuevas calles, entre ellas Aráoz y Julián Álvarez. Las parcelas fueron redefinidas, y el predio que antes era una gran chacra fue dividido en pequeños lotes. De la vieja chacra hoy no queda rastro, salvo el templo de Guadalupe, que aún se alza como testimonio de una época.

La memoria de los Figueroa, su historia de esfuerzo y generosidad, parece esperar su homenaje en una placa de bronce junto a la capilla. Y aunque ya no queda nada físico de su chacra, el recuerdo de esta familia canaria y su contribución al desarrollo de Palermo sigue siendo parte de la identidad del barrio.

La capilla de Guadalupe
Ya en po­se­sión ple­na de sus bie­nes la viu­da de Fi­gue­roa tuvo una gran pie­dad y ge­ne­ro­si­dad, las que la mo­vie­ron a do­nar al Ar­zo­bis­pa­do de Bue­nos Ai­res una par­te de su pro­pie­dad –unas 2.000 va­ras cua­dra­das– y eri­gir en ella una ca­pi­lla. Es la que aún se man­tie­ne en pie en la ca­lle Gral. Lu­cio Nor­ber­to Man­si­lla en­tre las de Ju­lián Ál­va­rez y Me­dra­no. El tem­plo, pues­to ba­jo la ad­vo­ca­ción de Nues­tra Se­ño­ra de Gua­da­lu­pe, fue inau­gu­ra­do el do­min­go 29 de mar­zo de 1891 y ben­de­ci­do por el ar­zo­bis­po León Fe­de­ri­co Anei­ros, quien pro­nun­ció pa­la­bras alu­si­vas al ac­to y a la do­nan­te. La con­cu­rren­cia de ve­ci­nos fue nu­me­ro­sa –lo di­ce el dia­rio La Pren­sa en su edi­ción del 31 si­guien­te– y en la oca­sión brin­dó el mar­co mu­si­cal un co­ro, con acom­pa­ña­mien­to de pia­no y dos ban­das mi­li­ta­res. El 30 se ofi­ció la pri­me­ra mi­sa.
¿Por qué se pu­so el tem­plo, de una so­la na­ve y de­co­ra­do con sen­ci­llez, ba­jo la ad­vo­ca­ción gua­da­lu­pa­na? ¿Y por qué se la re­pre­sen­tó con una ima­gen de bul­to, si­mi­lar a la ve­ne­ra­da en Es­pa­ña, y no con la pin­ta­da en una te­la co­mo es pro­pio de la me­xi­ca­na? No lo he­mos lo­gra­do ave­ri­guar, pe­ro nos ani­ma­mos a re­pe­tir una ver­sión que es­cu­cha­mos en nues­tra ado­les­cen­cia a an­ti­guos ve­ci­nos: jun­to a la pro­pie­dad de do­ña An­drea exis­tía una hon­do­na­da que, al acu­mu­lar agua de llu­via caí­da o pro­ve­nien­te de arro­yue­los cer­ca­nos, to­ma­ba la apa­rien­cia de una la­gu­na, a la que al­gu­nos na­ti­vos de San­ta Fe que tra­ba­ja­ban en la zo­na lla­ma­ban Gua­da­lu­pe por­que les re­cor­da­ba a la de igual nom­bre exis­ten­te en su pro­vin­cia. Si la ver­sión no es cier­ta no de­ja de ser ve­ro­sí­mil.
En 1894, por de­ci­sión de mon­se­ñor Anei­ros, se hi­cie­ron car­go de la aten­ción del cul­to en la ca­pi­lla dos sa­cer­do­tes de la So­cie­dad del Ver­bo Di­vi­no, fun­da­da en 1875 por San Ar­nol­do Jans­sen en Steyl, pe­que­ña po­bla­ción de Ho­lan­da. Los dos ver­bi­tas, lle­ga­dos po­co an­tes al país, se alo­ja­ron en unas mo­des­tas ha­bi­ta­cio­nes ane­jas al tem­plo.
La bue­na se­ño­ra de Fi­gue­roa de­ci­dió am­pliar su do­na­ción con una frac­ción de te­rre­no si­tua­da de­trás de la ca­pi­lla, de 10 m por 21 m, lo que se con­cre­tó el 21 de ene­ro de 1895 por es­cri­tu­ra pú­bli­ca he­cha an­te el no­ta­rio Juan Gon­zá­lez Ca­né. Coin­ci­dió el día de do­na­ción con la rea­li­za­ción en el tem­plo del pri­mer ca­sa­mien­to. En­se­gui­da, los ver­bi­tas am­plia­ron su pre­ca­ria vi­vien­da e ins­ta­la­ron una im­pren­ta en­via­da des­de Eu­ro­pa por Jans­sen. Al año si­guien­te, aten­dien­do ges­tio­nes del ve­cin­da­rio en­ca­be­za­do por el ge­ne­ral Dó­no­van, se creó la vi­ce­pa­rro­quia de Gua­da­lu­pe, des­pren­di­da de la del Pi­lar, y el 2 de no­viem­bre de ese 1896 se do­tó de pi­la bau­tis­mal al tem­plo.

Más tierra para los verbitas
Y lle­gó 1897, año del gran des­pren­di­mien­to de do­ña An­drea y de ad­qui­si­ción de tie­rras pa­ra los ver­bi­tas. La viu­da les ven­dió un te­rre­no fron­te­ro a la ca­pi­lla, o sea has­ta la es­qui­na de Ge­ne­ral Man­si­lla y Ju­lián Ál­va­rez, que se pro­lon­ga­ba lar­ga­men­te por es­ta. Allí co­men­za­ría a fun­cio­nar en 1903 el Co­le­gio Gua­da­lu­pe y hoy fun­cio­na una li­bre­ría que si no fue la pri­me­ra del ba­rrio, es la más an­ti­gua que sub­sis­te. Pe­ro la gran ven­ta fue la de la frac­ción que hoy es­tá en­tre las ca­lles Me­dra­no, Pa­ra­guay, Ju­lián Ál­va­rez y Man­si­lla, don­de des­de 1907 exis­te esa jo­ya ar­qui­tec­tó­ni­ca que es la ba­sí­li­ca del Es­pí­ri­tu San­to y el am­plio edi­fi­cio del Co­le­gio Gua­da­lu­pe, allí tras­la­da­do en la dé­ca­da de 1920.
Hoy na­da que­da de lo que fue la cha­cra de los Fi­gue­roa, una fa­mi­lia ca­na­ria, se­gu­ra­men­te bue­na, tra­ba­ja­do­ra y ge­ne­ro­sa. Qui­zá de­be­ría na­rrar sin­té­ti­ca­men­te es­ta his­to­ria una pla­ca de bron­ce co­lo­ca­da jun­to a la en­tra­da de la ya más que cen­te­na­ria ca­pi­lla de Gua­da­lu­pe. Lo me­re­ce­ría la me­mo­ria de do­ña An­drea Na­va­rro de Fi­gue­roa, quien si no sa­bía fir­mar, sa­bía, sí, vi­vir los pre­cep­tos evan­gé­li­cos.

El pasaje Del Signo
Es uno de los mu­chos pa­sa­jes que exis­ten en Pa­ler­mo. Va de Es­te a Oes­te y só­lo tie­ne una cua­dra de ex­ten­sión, yen­do en su nu­me­ra­ción del 4001 al 4100, des­de Je­ró­ni­mo Sal­gue­ro 1652 a Me­dra­no 1701, con có­di­go pos­tal 1425.
Eli­sa Ca­se­lla de Cal­de­rón, quien en 1982 lo re­co­rrió y des­cri­bió, lo ca­li­fi­có de “ín­ti­mo” por su es­ca­sa an­chu­ra, que otro­ra ha­cía di­fi­cul­to­so el pa­so de gran­des ca­rros, di­cien­do so­bre su ori­gen que bien pu­do ser par­te de un bra­zo de agua que lle­ga­ba has­ta la la­gu­na cer­ca­na –que en el si­glo XIX se for­ma­ba por llu­via en la hon­do­na­da que, re­lle­na­da en gran par­te, hoy co­rres­pon­de a la pla­za Güe­mes– o el res­to de un ca­mi­no in­te­rior de una de las mu­chas quin­tas que por allí ha­bía.
En an­ti­guos pla­nos fi­gu­ra con el nom­bre de las ca­lles que lo flan­quean, Pa­ra­guay y So­ler. El que aho­ra os­ten­ta, Del Sig­no, le fue da­do por Or­de­nan­za Mu­ni­ci­pal en 1893, de­no­mi­na­ción que pa­ra al­gu­nos ve­ci­nos de ima­gi­na­ción fron­do­sa te­nía al­go de mis­te­rio­sa, sien­do mu­chos –así lo es­cu­cha­mos de­cir seis dé­ca­das atrás– los que lo atri­buían a un su­pues­to di­bu­jo o je­ro­glí­fi­co de ca­rác­ter ma­lé­fi­co que al­gu­na vez ha­bría exis­ti­do por allí, aun­que na­die ase­gu­ra­ba ha­ber­lo vis­to ni de le­jos. En rea­li­dad, re­cor­da­ba a Nor­ber­to Ja­vier del Sig­no, un abo­ga­do cor­do­bés que se ple­gó a la Re­vo­lu­ción de Ma­yo y, sien­do ase­sor del go­bier­no de Sal­ta, se in­cor­po­ró co­mo au­di­tor al ejér­ci­to en­via­do des­de Bue­nos Ai­res a las pro­vin­cias nor­te­ñas o “de arri­ba”, lo que lo lle­vó a asis­tir a cho­ques bé­li­cos, co­mo Co­ta­gai­ta, Sui­pa­cha, Hua­qui y la pri­me­ra Si­pe-Si­pe. Su nom­bre se men­cio­nó cuan­do hu­bo que reem­pla­zar al Di­rec­tor Su­pre­mo Po­sa­das y al te­ner que de­sig­nar­se en Cór­do­ba di­pu­ta­dos al Con­gre­so de Tu­cu­mán, pe­ro en nin­gún ca­so fue ele­gi­do. Vi­vió en­tre 1777 y 1817.
Des­de las úl­ti­mas dé­ca­das del si­glo XX, el pa­sa­je Del Sig­no es atrac­ti­vo por la ca­li­dad de sus edi­fi­cios, al­gu­nos de pro­pie­dad ho­ri­zon­tal y de cons­truc­ción re­la­ti­va­men­te re­cien­te. De día lla­ma la aten­ción por la tran­qui­li­dad am­bien­tal y por la no­che os­ten­ta un as­pec­to agra­da­ble por la bue­na ilu­mi­na­ción pú­bli­ca y pri­va­da que po­see. Pe­ro no era to­do así en la dé­ca­da de 1940 por­que allí se mez­cla­ban con bue­nas y tra­ba­ja­do­ras fa­mi­lias cier­tos in­di­vi­duos de du­do­sa tra­za y po­cas pul­gas, a los que los dí­ce­res del ve­cin­da­rio vin­cu­la­ban con el jue­go clan­des­ti­no, la ofer­ta car­nal y otras lin­de­zas. Qui­zá hu­bie­ra al­go o mu­cho de exa­ge­ra­do en es­to, pe­ro el ru­mor co­rría. A tal pun­to era así que al­gu­nos lo con­si­de­ra­ban de pa­so pe­li­gro­so, es­pe­cial­men­te cuan­do se mar­cha­ba el Sol, en esas ho­ras en que se ex­hi­bía ló­bre­go por­que siem­pre ha­bía al­guien dis­pues­to pa­ra la­pi­dar las lam­pa­ri­llas eléc­tri­cas que “ca­da muer­te de obis­po” (di­cho bien vá­li­do por en­ton­ces por­que no abun­da­ban los pre­la­dos en el país) co­lo­ca­ba la ad­mi­nis­tra­ción mu­ni­ci­pal. Has­ta se afir­ma­ba que el car­te­ro y las ce­la­do­ras del Co­ro de Án­ge­les pa­rro­quial pre­fe­rían no co­rrer el ries­go de in­gre­sar al pa­sa­je. Aquél y és­tas de­ja­ban car­tas e in­vi­ta­cio­nes en una pa­na­de­ría que es­ta­ba en la in­ter­sec­ción con Me­dra­no, cu­ya due­ña –¿se lla­ma­ba Ma­ría Quin­di­mil?– las en­tre­ga­ba a sus des­ti­na­ta­rios cuan­do lle­ga­ban al mos­tra­dor pa­ra ha­cer al­gu­na com­pra.
El fi­nal de un lar­go jui­cio su­ce­so­rio y la de­ro­ga­ción de la Ley de Al­qui­le­res con­tri­bu­ye­ron a cam­biar pa­ra su bien a Del Sig­no, hoy her­mo­so rin­cón que de­jó en el ol­vi­do le­yen­das y te­mo­res.

El mer­ca­do Güe­mes
Juan An­to­nio Bus­chiaz­zo –el gran ar­qui­tec­to pre­di­lec­to del in­ten­den­te Tor­cua­to de Al­vear– fue el au­tor de los pla­nos de tres mer­ca­dos por­te­ños eri­gi­dos en la dé­ca­da de 1890. Uno de ellos re­ci­bió el nom­bre de Güe­mes y sub­sis­tió ca­si cua­ren­ta años.
Fue edi­fi­ca­do a to­do lo lar­go de la ace­ra im­par de la ca­lle Sal­gue­ro (así lla­ma­da des­de 1882, pa­ra des­pués an­te­po­ner­le Je­ró­ni­mo), en­tre las de Güe­mes –nom­bre da­do en 1873– y Char­cas, que lo os­ten­ta­ba des­de 1822. Con fren­te a la ca­lle se le­van­ta­ron lo­ca­les des­ti­na­dos a dis­tin­tos ra­mos co­mer­cia­les, ca­bien­do re­cor­dar en­tre otros a la ca­sa Si­bi­lla, pro­vee­do­ra de pas­tas ca­se­ras, la que más ade­lan­te se tras­la­da­ría a la ca­lle Can­ning (hoy Sca­la­bri­ni Or­tiz), en­tre Char­cas y Ge­ne­ral Lu­cio Nor­ber­to Man­si­lla. En el in­te­rior del edi­fi­cio se ins­ta­la­ron car­ni­ce­rías, ver­du­le­rías, pes­ca­de­rías y otros pues­tos, to­dos vin­cu­la­dos con la me­sa fa­mi­liar.
A fi­nes de la dé­ca­da de 1930 se fue­ron mar­chan­do los in­qui­li­nos de los lo­ca­les y los pues­te­ros. La pro­pie­dad ha­bía si­do ad­qui­ri­da, se­gún se di­jo, por una en­ti­dad cul­tu­ral ale­ma­na pa­ra le­van­tar allí un co­le­gio. Al ini­ciar­se en 1939 la Se­gun­da Gue­rra Mun­dial, el pro­yec­to que­dó pos­ter­ga­do y al de­cla­rar la Ar­gen­ti­na que se in­cor­po­ra­ba a la lu­cha con­tra Ale­ma­nia y Ja­pón, el te­rre­no pa­só al Es­ta­do Na­cio­nal, co­mo ocu­rrió con to­das las pro­pie­da­des ger­ma­nas, ofi­cia­les o pri­va­das. Ya ren­di­da Ale­ma­nia y mien­tras se re­sol­vía qué ha­cer con los bie­nes con­fis­ca­dos, el pre­dio fue tran­si­to­ria­men­te ce­di­do al Ho­gar Po­li­cial de la Sec­cio­nal 21ª, que cons­tru­yó allí un com­ple­jo de­por­ti­vo, don­de los ni­ños y ado­les­cen­tes del ba­rrio prac­ti­ca­ban fút­bol y otros de­por­tes, sin fal­tar las can­chas de bo­chas pa­ra los ma­yo­res. Pa­sa­do el tiem­po y re­suel­to el asun­to co­mún­men­te lla­ma­do “de la pro­pie­dad ene­mi­ga”, el vas­to te­rre­no fue par­ce­la­do y pron­to se edi­fi­ca­ron vi­vien­das y lo­ca­les co­mer­cia­les.
Pasado el tiem­po, los nue­vos ve­ci­nos se pre­gun­ta­ban qué sig­ni­fi­ca­do te­nía el des­vío de una cor­ta cur­va tran­via­ria que lle­ga­ba has­ta lo que en otros tiem­pos ha­bía si­do la en­tra­da del mer­ca­do. Los an­ti­guos re­si­den­tes sa­bían ex­pli­car­lo: dia­ria­men­te, por la vía prin­ci­pal, que recorría la lí­nea de tran­vías 73, lle­ga­ban zo­rras que, va­lién­do­se del des­vío, in­gre­sa­ban al mer­ca­do pa­ra re­par­tir en­tre los pues­te­ros car­ne, fru­tas, ver­du­ras y otros pro­duc­tos. Aho­ra, el pri­mi­ti­vo em­pe­dra­do, las vías y el des­vío –am­bos de un ace­ro de gran ca­li­dad– es­tán cu­bier­tos por el as­fal­to.
El mer­ca­do es­ta­ba uni­do, pa­red me­dia­ne­ra de por me­dio, a una can­cha de pe­lo­ta existente en la ca­lle Güe­mes des­de fi­nes del si­glo XIX, se­gún tes­ti­mo­nia Ri­car­do M. Lla­nes. Se supone que pues­te­ros y peo­nes del mer­ca­do –es­pe­cial­men­te los de ori­gen vas­co– con­cu­rrían al fron­tón pa­ra lan­zar pe­lo­tas o pre­sen­ciar có­mo lo ha­cían otros, en uno y otro ca­so con apues­tas por di­ne­ro, co­mo era de prác­ti­ca.
A lo lar­go de la ace­ra en­fren­ta­da al mer­ca­do exis­tían va­rias fon­das –re­ñi­das con la hi­gie­ne co­mo era pro­pio de la épo­ca–, ca­fés y al­ma­ce­nes con des­pa­cho de be­bi­das, to­dos lu­ga­res pro­pi­cios pa­ra el jue­go de nai­pes y, por qué no, pa­ra re­yer­tas co­ro­na­das con una cer­te­ra pu­ña­la­da, aun­que a ve­ces los en­fren­ta­mien­tos ar­ma­dos so­lían te­ner por es­ce­na­rio la ve­ci­na pla­za, ob­via­men­te tam­bién lla­ma­da Güe­mes, “la pla­ci­ta” co­mo se la lla­ma­ba por su me­nor ex­ten­sión, que no lle­ga­ba a los 4.500 m2.
Dos nom­bres hay que res­ca­tar de la his­to­ria lu­ga­re­ña por su vin­cu­la­ción con el mer­ca­do. El pri­me­ro co­rres­pon­de a Eva­ris­to Ca­rrie­go, quien vi­vía a po­ca dis­tan­cia, en una pe­que­ña ca­sa si­ta en Hon­du­ras 3784. Él com­par­tía la poe­sía con el pe­rio­dis­mo –és­te era su muy mo­des­to me­dio de vi­da–, amén de lle­var las cuen­tas de al­gu­nos co­mer­cian­tes del mer­ca­do, lo que agre­ga­ba unos pe­sos a los po­cos que por en­ton­ces per­ci­bían los hom­bres de pren­sa o, por lo me­nos, un buen al­muer­zo ser­vi­do en es­ta o aque­lla fon­da. La fre­cuen­ta­ción del lu­gar lo lle­vó a co­no­cer a Ni­ca­nor Pa­re­des, quien allí era te­ni­do por hom­bre há­bil pa­ra la gui­ta­rra, el nai­pe y el cu­chi­llo, amén de ser “el pun­te­ro” elec­to­ral que te­nían los cau­di­llos con­ser­va­do­res de la ciu­dad en la cir­cuns­crip­ción 18 “Ge­ne­ral Las He­ras”. Él se en­car­ga­ba de aco­piar li­bre­tas de en­ro­la­mien­to y “or­ga­ni­zar” las vo­ta­cio­nes.
Ca­rrie­go, asi­duo con­cu­rren­te al Hi­pó­dro­mo Ar­gen­ti­no, al vol­ver ca­mi­no de su ca­sa so­lía vi­si­tar a don Jor­ge Gui­ller­mo Bor­ges, ve­ci­no pa­ler­mi­ta­no des­de 1901 –vi­vía en Se­rra­no 2135–, a quien ade­más de in­for­mar­le, pa­ra bien o mal de am­bos, el re­sul­ta­do de las prue­bas hí­pi­cas del día, le re­la­ta­ba sus vi­ven­cias del mun­di­llo del mer­ca­do Güe­mes y de sus per­so­na­jes más no­to­rios, ma­le­vos, cu­chi­lle­ros y pa­ya­do­res, fi­gu­ran­do siem­pre en pri­mer lu­gar don Ni­ca­nor Pa­re­des. His­to­rias to­das és­tas que eran es­cu­cha­das por un chi­qui­lín, hi­jo del due­ño de ca­sa, Jor­ge Luis Bor­ges, que las gra­ba­ba en su pro­di­gio­sa me­mo­ria y les da­ría nue­va vi­da años des­pués en sus pro­sas y poe­sías.

Dis­ce­po­lín vi­vió en Pa­ler­mo
En­ri­que San­tos Dis­cé­po­lo, “Dis­ce­po­lín”, ya huér­fa­no de pa­dre y ma­dre, pa­só en su in­fan­cia de Bal­va­ne­ra, su ba­rrio na­tal, a Pa­ler­mo, don­de que­dó al cui­da­do de su tía Car­men, exi­gen­te al má­xi­mo en la edu­ca­ción del ni­ño.
Du­ran­te dos años, En­ri­que fue alum­no del Co­le­gio Gua­da­lu­pe, fun­da­do en 1903 por los sa­cer­do­tes de la Con­gre­ga­ción del Ver­bo Di­vi­no en su mo­des­ta re­si­den­cia de Ge­ne­ral Lu­cio Nor­ber­to Man­si­lla y Ju­lián Ál­va­rez. Dos años es­tu­dió allí, sien­do alum­no de un maes­tro fa­mo­so por su se­ve­ri­dad, el Her­ma­no Eduar­do Qui­rín, an­ti­guo mi­li­tar pru­sia­no. Se con­tó en­tre los es­tu­dian­tes que ob­te­nían ca­li­fi­ca­cio­nes por en­ci­ma de la me­dia pro­pia de la ma­yo­ría de los cur­san­tes.
El re­cuer­do de “Dis­ce­po­lín” no se per­dió en el Co­le­gio Gua­da­lu­pe, qui­zá por la im­pre­sión fa­vo­ra­ble que el ni­ño ha­bía cau­sa­do al se­ve­ro maes­tro. Si se re­co­rre un anua­rio es­co­lar gua­da­lu­pa­no pu­bli­ca­do en 1920, se en­con­tra­rá su fo­to, de per­fil ju­ve­nil, acom­pa­ña­da por su nom­bre y es­ta le­yen­da: “Ex alum­no que se des­ta­ca en el tea­tro na­cio­nal”.

Los úl­ti­mos fie­les a la mo­nar­quía sa­bo­ya­na
Ca­si en las pri­me­ras dé­ca­das del si­glo pa­sa­do, el ba­rrio por­te­ño de Pa­ler­mo se cons­ti­tu­yó, pa­ra los in­mi­gran­tes ita­lia­nos que se ha­bían ido afin­can­do en la ciu­dad, en cen­tro de de­vo­ción por dos san­tos muy ca­ros pa­ra ellos. San An­to­nio de Pa­dua y San Ro­que de Mont­pe­llier. Uno y otro ha­bían si­do es­co­gi­dos como vi­ce­pa­tro­nos de la fla­man­te pa­rro­quia de Nues­tra Se­ño­ra de Gua­da­lu­pe por el pri­mer cu­ra, el pa­dre An­to­nio Ernst, un ale­mán há­bil pa­ra reu­nir a los fie­les en tor­no del al­tar.
Año tras año, las res­pec­ti­vas pro­ce­sio­nes ca­lle­je­ras –en­ca­be­za­das por ban­de­ras ar­gen­ti­nas e ita­lia­nas– en­co­lum­na­ban a va­rios mi­les de pe­nin­su­la­res, en su ma­yo­ría na­po­li­ta­nos, ca­la­bre­ses y si­ci­lia­nos, que lle­ga­ban pro­ce­den­tes de to­dos los ba­rrios y aún de los pue­blos ve­ci­nos. Pa­ra el 13 de ju­nio con­vo­ca­ba la Pía Unión de San An­to­nio y pa­ra el 16 de agos­to, la Con­fra­ter­ni­dad de San Ro­que. Una y otra se dis­pu­ta­ban las pre­fe­ren­cias de los fie­les con ban­das de mú­si­ca, fue­gos ar­ti­fi­cia­les y ex­hi­bi­cio­nes ci­ne­ma­to­grá­fi­cas. Y fren­te a la igle­sia pa­rro­quial del Es­pí­ri­tu San­to, aho­ra ba­sí­li­ca, to­ma­ban ubi­ca­ción los quios­cos de qui­ta y pon que ofre­cían des­de es­tam­pas has­ta ros­qui­llas, pa­san­do por imá­ge­nes de ye­so, ve­las y pa­nes ben­de­ci­dos.
Y lle­gó 1946. Al co­men­zar ju­nio, por obra de un re­fe­rén­dum har­to dis­cu­ti­do en sus gua­ris­mos, que­da­ba ex­tin­gui­da en Ita­lia la mo­nar­quía sa­bo­ya­na y se mar­cha­ba al exi­lio Hum­ber­to II, el úl­ti­mo rey. La pro­xi­mi­dad de fe­chas hi­zo que el su­ce­so no re­per­cu­tie­ra ma­yor­men­te so­bre los de­vo­tos de San An­to­nio. Pe­ro co­mo agos­to es­ta­ba más ale­ja­do, re­sul­tó ine­vi­ta­ble que sur­gie­ra el de­ba­te en tor­no de la ban­de­ra ita­lia­na que des­de an­ti­guo en­ca­be­za­ba la pro­ce­sión. Ban­de­ra de la que aho­ra ha­bía­se eli­mi­na­do el es­cu­do de la de­pues­ta Ca­sa de Sa­bo­ya.
Pa­ra tra­tar el te­ma se reu­nió la co­mi­sión di­rec­ti­va de la Con­fra­ter­ni­dad. En un am­bien­te un tan­to agi­ta­do, opi­na­ron des­de don Egi­dio has­ta don Jo­sé. Fi­nal­men­te, se to­mó la gran de­ci­sión. En vir­tud de és­ta, el 15 de agos­to la pro­ce­sión mar­chó co­mo siem­pre por las ca­lles con las dos en­se­ñas, la ar­gen­ti­na y la ita­lia­na. Pe­ro és­ta avan­zó “com­ple­ta”, con el es­cu­do sa­bo­ya­no, co­mo los in­mi­gran­tes la ha­bían co­no­ci­do en la tie­rra na­tal, cam­bios po­lí­ti­cos re­cien­tes apar­te.
Fue ésa, qui­zá, la úl­ti­ma ex­pre­sión de fi­de­li­dad a una mo­nar­quía cu­ya ex­tin­ción ha­bía si­do pro­fe­ti­za­da por Don Bos­co mu­chos años atrás.
Así, en el por­te­ño ba­rrio de Pa­ler­mo se es­cri­bió una pá­gi­na dig­na de fi­gu­rar en el “Don Ca­mi­lo”, de Gua­res­chi.